Simón del desierto. Luis Buñuel. 1965
Simón del deierto es un mediometraje de Luis Buñuel. Dura 46 minutos y es una obra inacabada del genio de Calanda. Qué más se puede decir de esta comedia histórica. Pues que en ella se retrata la historia de Simón, un asceta del siglo IV que, cual Jesucristo redivivo aspira a ser digno de Dios siguiendo un camino de ayuno y oración. Lo que envuelve al iluminado, es un séquito de monjes que lo adoran y unas cuantas gentes (reseñables son el pastor enano y una anciana taciturna). De entre todo esto surgen situaciones cómicas basadas en los prejuicios religiosos y la confrontación de vivir asumiendo el protocolo de Dios. Lo mejor de la película, inclasificable de todas todas, es ver a Silvia Pinal en el papel de Satanas, tentando de varias formas (muy curiosas todas) a Simón.
Que se esconde por debajo de esta obra. Pues en 1965 Buñuel ya era un genio sin parangón, reconocido en todos los lugares menos en España. Tras su inicial etapa surrealista francesa, y la posterior época mejicana, que se alargaría muchísimos años, Buñuel empezó a rodar desde mediados de los 50 a caballo entre ambos países, firmando obras para productoras francesas y para la Estudios Nacionales mejicanos. No se puede hablar de un declive en su obra, pues pocos años después vendrían Belle de jour, La vía láctea o El discreto encanto de la burguesía.
Silvia Pinal me ha enamorado con esta película. Elegir a una mujer como ella para encarnar al demonio, y hacerlo en forma de colegiala con ligueros, de pastor (que no pastora) con una barba postiza (¡y chuta a una oveja como en La edad de oro, a un perro!) o salida de un ataud que llega arrastrándose solo, mostrando un pecho cual Dafne cachonda, es impagable.
El sentido del humor de Buñuel es increible. Su odio por la Iglesia es tan visceral y tan argumentado que roza lo obvio. Habla de praxis y ascetismo, se ríe de sus dogmas, y al igual que en El anticristo de Nietzsche, nos señala que el catolicismo es una antítesis de la vida, una búsqueda de la antifelicidad.
Simón, a través de sus pensamientos, nos señala su existencia carnal, sus deseos de felicidad, y su privación consciente nos viene a indicar la estupidez de la religión. Una fe basada en la negación que, incomprensiblemente triunfa entre la masa.
Con un final chocante en donde se nos pinta un infierno sesentero aparece una reflexión increible sobre la vida y el placer, y se retrata a Simón en la figura de otro hombre, que fuma en pipa, y donde Claudio Brook, al igual que su alter ego ascético, desdeña la diversión y la felicidad.