Simón del desierto. Luis Buñuel. 1965

Que se esconde por debajo de esta obra. Pues en 1965 Buñuel ya era un genio sin parangón, reconocido en todos los lugares menos en España. Tras su inicial etapa surrealista francesa, y la posterior época mejicana, que se alargaría muchísimos años, Buñuel empezó a rodar desde mediados de los 50 a caballo entre ambos países, firmando obras para productoras francesas y para la Estudios Nacionales mejicanos. No se puede hablar de un declive en su obra, pues pocos años después vendrían Belle de jour, La vía láctea o El discreto encanto de la burguesía.
Silvia Pinal me ha enamorado con esta película. Elegir a una mujer como ella para encarnar al demonio, y hacerlo en forma de colegiala con ligueros, de pastor (que no pastora) con una barba postiza (¡y chuta a una oveja como en La edad de oro, a un perro!) o salida de un ataud que llega arrastrándose solo, mostrando un pecho cual Dafne cachonda, es impagable.
El sentido del humor de Buñuel es increible. Su odio por la Iglesia es tan visceral y tan argumentado que roza lo obvio. Habla de praxis y ascetismo, se ríe de sus dogmas, y al igual que en El anticristo de Nietzsche, nos señala que el catolicismo es una antítesis de la vida, una búsqueda de la antifelicidad.
Simón, a través de sus pensamientos, nos señala su existencia carnal, sus deseos de felicidad, y su privación consciente nos viene a indicar la estupidez de la religión. Una fe basada en la negación que, incomprensiblemente triunfa entre la masa.
Con un final chocante en donde se nos pinta un infierno sesentero aparece una reflexión increible sobre la vida y el placer, y se retrata a Simón en la figura de otro hombre, que fuma en pipa, y donde Claudio Brook, al igual que su alter ego ascético, desdeña la diversión y la felicidad.